La sangrienta matanza de almirantes franceses que condenó a Napoleón en Trafalgar
Entre 1793 y 1794, multitud de capitanes de navío fueron asesinados por ser monárquicos. Estas muertes dejaron sin militares cualificados al «Pequeño Corso» para combatir contra la «Royal Navy»
El «terror francés». Este es el término que se utiliza, a día de hoy, para definir el periodo en el que la Revolución Francesa asesinó a miles de galos contrarios a los nuevos vientos de libertad, igualdad y fraternidad. Apenas se desarrolló durante un año (de 1793 a 1794) pero se llevó por delante40.000 vidas. Muchas de ellas, pertenecientes a los almirantes ycapitanes de navío de la Armada del país, quienes sufrieron en sus propias carnes lo que era defender la bandera de Luis XVI y Maria Antonieta. Aquella matanza, aunque útil para los intereses del gobierno, dejó en paños menores a la flota, pues los líderes políticos se vieron obligados a dar el mando de la segunda marina más importante de la época a hombres que no sabían del mar más que su color. A su vez, dichas muertes provocaron que, apenas una década después, Napoleón Bonaparte se tuviese que enfrentar -junto a los bajeles españoles- en Trafalgar a la «Royal Navy» con militares carentes de experiencia y con menos batallas a sus espaldas que un grumete adolescente. Un factor determinante que provocó una de las derrotas más sonadas de la Historia de España.
Para hallar el origen del «terror francés» («terror gabacho», que podríamos decir por estos lares) es necesario hacer retroceder el calendario hasta el año 1789. Por entonces gobernaba «la France» el monarca Luis XVI, quien -además de haber accedido al trono 14 primaveras antes- era conocido por varias cosas... y ninguna buena. Y es que, además de tener un apetito sin fin (algo que le granjeó contar con unos «kilitos» de más y ser comparado, siempre a sus espaldas, con un cerdo), también era tímido y sumamente medriocre en las labores de estado. Lo tenía todo el tipo para enfadar a la corte. «El trabajo intelectual le fatigaba, durmiéndose en el Consejo, al mismo tiempo que había vivido lamentables hechos domésticos que le habían desacreditado», explican varios historiadores en el dossier «Revista mensual de ciencias, letras y artes» editada en 1949 por la Universidad de Chile.
Tampoco andaba el monarca demasiado dichoso en lo referente a sus amores, pues estaba casado con Maria Antonieta, una coqueta y guapísima austríaca que se solía preocupar más por bajarse la falda frente a sus amantes y gastar a sacos el tesoro real, que por el bienestar de su pueblo. Según cuenta el sociólogo y divulgador histórico Adrián Meló en su obra «El amor de los muchachos», la reinona solía pasar los ratos muertosdisfrazándose de plebeya y seleccionando a aquellos que, posteriormente y por invitación real, le demostrarían su amor en la alcoba. Que el monarca y su esposa eran un par de desgraciados que no se creían su propio cargo era, por entonces, algo sabido por nobles, panaderos y mendigos. Así lo atestigua el historiador del siglo XIX Albert Mathiez, quien no tuvo problemas en cargar contra Luis, pluma mediante, de la siguiente forma: «En teoría, el monarca, representante de Dios sobre la Tierra, gozaba del poder absoluto. Su voluntad era la ley. Lex Rex. En la realidad no lograba hacerse obedecer ni aun de sus funcionarios inmediatos. Mandaba tan suavemente que parecía ser el primero en dudar de sus derechos».
Con todo, el mayor problema de entonces no era que los reyes anduvieran de aquí para allá demostrando su incompetencia (algo que hacen hoy en día muchos políticos sin que les cortemos la cabeza por ello) sino que «la France» andaba tambien muy escasa de monedas con las que pagar sus múltiples «gastés». Además, los monarcas preferían usar las mismas en menesteres de su interés que en alimentar a su hambriento pueblo, al cual le sonaban día sí, y noche también, las tripas por no tener nada que meterse entre pecho y espalda tras las pésimas cosechas que se habían ido al infierno. Concretamente, Luis se estaba dejando hasta el último doblón de la cartera en ayudar con armas y hombres a aquellos rebeldes que, al otro lado del Atlántico (en la nueva América, para ser más específicos) habían iniciado una revuelta contra la infame y odiada Inglaterra. Todo ello, por cierto, por obra y gracia de los impuestos (que las luchas no se pagan solas, oiga). Se dice que se gastaron hasta 2.000 millones de libras en esta «aventura militar»
Para colmo de males, a todo este ambiente de tensión se le sumó la llegada de unos nuevos pensadores que proclamaban unas ideas bastante molestas para los monarcas. Estos «ilustrados» (en el sentido más literal de la palabra, pues eran partidarios en cierto modo de esta corriente ideológica y cultural) eran conocidos como jacobinos y buscaban dar una buena patada en el «cul» a aquellos que ostentaban el poder por entonces. Es decir, dar importancia al hombre individual, aquel ubicado en los escalones más bajos de la sociedad. Y eso... ¡En una época en la que el rey consideraba que ostentaba el poder por obra y gracia del Señor! «Los jacobinos creían que la sociedad ideal debería estar constituida en gran parte por hombres como ellos, trabajadores económicamente independientes porque viven de su profesión (son propietarios de su saber) o porque son pequeños productores […] Desde esta situación social era lógico que su pretensión social fuese la igualdad o, más específicamente, el rechazo de las desigualdades extremas», explica el politólogo español y profesor de la Historia de la politología Fernando Prieto en su obra «La revolución francesa».
Comienza la revolución
Con esos precedentes no resultó extraño que, el 14 de julio de 1789, el pueblo se levantase en armas contra el viejo poder representado por el monarca y tomase la Bastilla, el símbolo por excelencia de la opresión. «La Bastilla era la fortaleza medieval de torres macizas y formidable altura que se levantaba en medio de […] París y cuyo uso militar ya no se justificaba. Había sido durante años el bastión de muchas víctimas de la arbitrariedad monárquica, cuando el cardenal Richelieu empezó a utilizarla como cárcel de estado, donde se encarcelaba sin juicio a los parisinos señalados por el rey con una simple carta y se pudrían las víctimas de por vida», explica Dolores Luna-Guinot en su obra «Desde Al-Andalus hasta Monte Sacro». Aquella jornada, los más de 100 soldados a cargo de la defensa de esta pequeña fortaleza tuvieron que resistir durante horas el asedio del pueblo llano que, reforzado por algunos antiguos soldados perteneciente a laGuardia Suiza, lucharon a brazo partido por acabar con hasta el último defensor.
Motivados también por la necesidad de conseguir pólvora para los fusiles que había robado en la ciudad (la Bastilla contaba en su interior con un gran arsenal) los ciudadanos, más de 50.000 según se dice, no pararon de disparar ni un segundo. Segando y segando las vidas de los defensores. Finalmente, la posición acabó rindiéndose bajo promesa de que ningún militar monárquico sufriría represalias. «Oui, oui...», que debieron decir los atacantes. Pero la realidad fue bien distinta, pues el pueblo capturó al alcaide la prisión, el marqués Bernard-René Jordan de Launay, y, tras arrastrarle por las calles de París (donde, por cierto, recibió todo tipo de gargajos de la boca de sus compatriotas) fue asesinado de la forma más cruel posible: bajo los cuchillos de una turba violenta. «Mataron a su gobernador, lo decapitaron y pasearon su cabeza por las calles de la aterrada ciudad. La Bastilla fue saqueada, incendiada y destrozada», explica el archivista Fernando Báez en su obra «Las maravillas perdidas del mundo. Breve historia de las grandes catástrofes culturales de la civilización». Acababa de comenzar oficialmente la Revolución Francesa.
Las pescaderas asesinas
La movilización no se quedó solo en la toma de la Bastilla y en el paseo de la cabeza del director de la prisión por las calles parisinas, sino que continuó con las políticas revolucionarias de una Asamblea Nacional (un nuevo gobierno) que había sido proclamada antes de la conquista de la fortaleza. La misma había sido constituída por los miembros del «Tercer estado» (aquellos franceses de menor capacidad económica) y buscaba fomentar laigualdad, la fraternidad y la legalidad. «Los miembros del Tercer Estamento se autoproclamaron Asamblea Nacional, y se comprometieron a escribir una Constitución. […] Se declararon como únicos integrantes de la Asamblea Nacional, que no representaría a las clases pudientes sino al pueblo en sí [...]. Si bien invitaron a los miembros del Primer y Segundo Estado a participar en esta asamblea, dejaron en claro sus intenciones de proceder incluso sin esta participación», explica la licenciada en HistoriaMaribel Alejandrina Valenzuela en su dossier «La Revolución Francesa».
Además, la Asamblea firmó la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, una nueva constitución en la que se afirmaba que todos los hombres eran iguales ante la ley. También le pusieron «huevés» y decidieron que no iban a tolerar más que el poder residiese en el rey, por lo que idearon una monarquía constitucional en la que el Luis quedaría plegado a los deseos del pueblo. Lo cierto es que este emisario divino no le dio en los primeros momentos demasiada importancia al alzamiento de las masas en París y a la creación de la Asamblea Nacional. De hecho, hubo que esperar un poco para que Luis se tomara todo aquello con la importancia que requería. Concretamente, hasta que una turba sedienta de sangre -y encabezada principalmente por pescaderas con cuchillos de escamar- entró en su palacio el 5 de octubre dispuesta a asesinar a Maria Antonieta.
Aquel día, el monarca se enteró por las bravas de lo serio que era todo aquello cuando las «poissardes» -armadas con sus cuchillos y una mala uva terrible por la escasez de pan y la subida de precios- se personaron enVersalles, asesinaron a los guardias del palacio cortándoles la «tete» y persiguieron a la asustada María Antonieta por los corredores. Al final, a Luis XVI no le quedó más remedio que aceptar lo que solicitaban aquellas asaltantes. Y más le valió, pues de lo contrario podría haber acabado bajo tierra. Así pues, y con un filo bajo la garganta, el monarca firmó con una sonrisa falsa en los labios la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. «No preocupare pa -que debió pensar (o algo así)- que rubrico y esto y lo que haga falta para seguir mi vida». Tras el suceso, las tenderas se armaron de valor y obligaron a Sus Majestades a ir viajar hasta París para estar bajo la custodia de la revolución. Curiosamente, varias de ellas escoltaron su carruaje para evitar que huyeran.
Con todo, a día de hoy son muchos los expertos que afirman que aquella revuelta multitudinaria fue instigada por mujeres que no eran meras pescaderas, sino revolucionarias influyentes que aprovecharon el momento de tensión para echar, si cabe, más leña al fuego. «En la noche del 5 al 6, en su mayoría pescaderas parisinas mezcladas con revolucionarias camufladas, disfrazadas de pescadera, querían obtener pan y esperanza[...]. Los escasos muertos habidos durante este episodio fueron más bien el resultado de la manipulación sufrida por aquellas mujeres de origen humilde, que en realidad fueron llevadas allá sin saberlo, con fines que desconocían, y el resultado de esta manipulación tuvo un alcance mucho mayor de lo que podían imaginar aquellas mujeres que vendían pescado en París, pues a fin y al cabo significó el principio del fin de Luis XVI y María Antonieta», explica el licenciado en filosofía Josep Pradas en su dossier «¿Las víctimas como precio necesario?».
«Adieu a la tete»
Una vez en París, los monarcas fueron obligados a aceptar la monarquía constitucional y rebajar su poder hasta límites insospechados. Pero los disgustos de Luis solo acababan de empezar, pues tuvo que firmar decretos en los que perdía cada vez más poder. Se ve que el rey andaba hasta la corona de tener que tragarse todo aquello, pues el 21 de junio de 1791 decidió salir por piernas con su esposa de aquel caos para llegar hastaAustria, tierra natal de Maria Antonieta y, desde allí, solicitar el apoyo de un ejército para aplastar la revolución. Sin embargo, el cuento de la lechera le duró poco. Y es que, tanto él como su esposa acabaron siendo atrapados con las manos en la masa cuando apenas estaban a unos pocos kilómetros de la frontera. El guardia que les capturó no podía creer aquello: ¡Los reyes habían traicionado la monarquía constitucional!
Inmediatamente, la pareja fue enviada a París de nuevo. Habían gastado su último cartucho, y les había salido bastante mal. Instantaneamente fueron expulsados del poder acusados de traición. De nada valió que las potencias europeas (entre las que destacaba Austria) declarasen la guerra a la nueva Francia indignadas ante el encarcelamiento de los monarcas, pues no tardó en formarse un ejército popular que acudió al frente para, a base de mosquetazos, repeler a aquellos «malvados monárquicos». Fue en ese momento cuando los revolucionarios decidieron dar un golpe de efecto... matar a Luis para demostrar que la movilización iba a llegar hasta el final. El galo pasó por la guillotina (el instrumento para ajusticiar preferido en el país) el 21 de enero de 1793.
«A las nueve vinieron a buscarle; él salió con su confesor y presentó su testamento […] subió a un carruaje […] Todo estuvo tranquilo; por todas partes reinaba un silencioso terror, y una triple fila de soldados guarecía la carretera. Durante el tránsito, Luis tomó el brevario […] y tomó los salmos análogos a su posición. Habiendo llegado al lugar fatal, y siempre imperturbable […] se quitó su vestido exterior […] y presentó sus manos a los verdugos con una resignación heroica. “Id, hijo de san Luis, subid al cielo”, le dixo su confesor mientras subía al cadalso. […] Los verdugos se apoderaron del rey, y a las diez y media el crimen ya estaba consumado», explica el cronista Michel Pierre Joseph Picot en su obra «Memorias para servir a la historia eclesiástica durante el siglo XVIII». La revolución acababa de quemar su última nave, ya no podían volverse atrás
El inicio de las masacres
Pero la muerte del monarca estuvo lejos de llevar la tranquilidad a Francia. De hecho, avivó el odio de las potencias internacionales que -monárquicas hasta el corvejón- redoblaron sus esfuerzos para acabar con la revolución por las bravas. Aquello les supuso a los gabachos tener que subir los impuestos para evitar ser asediados. «La guerra, a pesar de las victorias sobre Saboya, Prusia y Bélgica, agravó la situación debido a las malas cosechas de los años 1792 y 1793, la tensión política aumentó», explica Carlos Aguilar Blanc (profesor de Filosofía del Derecho y Política en la Universidad Pablo de Olavide) en su obra «El terror de estado francés: Una perspectiva jurídica». La situación terminó de ponerse negra cuando el nuevo gobierno trató de reclutar la friolera de 300.000 hombres para mandarlos al frente en la ciudad de la Vendée. La medida, lógicamente no fue muy bien recibida por los ciudadanos, que se levantaron en armas contra la nueva política. Todos fueron masacrados por las milicias.
La situación cansó al gobierno que, hasta el sombrero de tanto enemigo, comenzó a pensar que había traidores tras cada esquina. Nobles y altos cargos favorables a la monarquía que estaban esperando cualquier momento para dar un golpe de mano y volver a entregar el poder a la familia real. Fue en ese momento cuando comenzaron las purgas masivas de todo aquel que pudiese haber tenido alguna relación, por pequeña que fuese, con la monarquía.
La primera en caer, lógicamente, fue la reina, quien aún permanecía con vida suspirando por la muerte de su esposo. María Antonieta dejó este mundo el 16 de octubre de 1793, día en que su cabeza fue separada de su cuerpo por la «cuchilla nacional» (apodo que recibía la guillotina). Para entonces su belleza ya se había marchitado y, a pesar de no llegar a los 40 años, mostraba un pelo blanco, una figura extremadamente delgada por los continuos disgustos, y un carácter falto de vitalidad. Se cuenta que el pueblo la escupió mientras se dirigía en un carruaje sin capota hacia el patíbulo, aunque no se dejó amedrentar y se mantuvo estoica en todo momento. «Maria Antonieta fue […] conducida al cadalso en una carreta, y no desmintió su firmeza en aquel angustioso trance», explica el sacerdoteAntoine-Henri Berault-Bercastel (contemporáneo de la monarca) en «Historia general de la Iglesia desde la predicación de los apóstoles, hasta el pontificado de Gregorio XVI».
A continuación, los revolucionarios -apoyados por pequeños grupos violentos- la tomaron con todo aquel que pudiese oler a monárquico o enemigo del nuevo gobierno. «Se pensaba que era ponsible cambiar la sociedad pero, para ello, había que acabar con los aristócratas, losnobles, los curas refractarios, los monárquicos constitucionales, pero también con los accapareurs (aquellos que especulaban con la comida y la moneda del pueblo) y los oisifs (los que vivían de las rentas no salariales) todos ellos eran culpables de la crisis de abastecimiento de las necesidades más básicas», completa el experto español. Todos ellos fueron asesinados indiscriminadamente por el poder de la nueva política. Ya fuera mediantefusilamientos masivos -cuando la guillotina no daba más de sí-ahogamientos o ahorcamientos. También se hicieron tristemente famosos los «baños de Nantes», un castigo aplicado en dicha región que consistía en meter a los condenados en una barcaza y, una vez que se hallaban en el centro del Loira, hundir aquellos buques con ellos dentro.
Todas estas sanguinarias matanzas fueron favorecidas por el gobierno de la Convención (los revolucionarios de turno) quienes, el 10 de marzo de 1793, aprobaron una ley que establecía que existían dos tipos de delitos por los que una persona podía ser condenada a muerte: económicos e ideológicos. Los últimos fueron los más habituales y los que se llevaron más almas. Pocos meses después se pusieron también sobre blanco una serie de ejemplos que explicaban, pormenorizadamente, todas las personas que debían pasar por el patibulo. En ellos se incluían, tal y como recoge Blanc, los siguientes: «Aquellos que hubiese provocado el restablecimiento de la monarquía o buscado envilecer o disolver la Convención Nacional y el gobierno revolucionario o republicano. Aquellos que hubieran intentado impedir el aprovisionamiento de París, o provocar la escasez de la República. Aquellos que hubiesen secundado proyectos de los enemigos de Francia o favorecido la retirada y la impunidad de los conspiradores y la aristocracia». Y todo ello, sumado a un largo etc.
A su vez, todas las garantías procesales fueron suprimidas mediante un texto legal que afirmaba, en primer lugar, lo siguiente: «La prueba necesaria para condenar a los enemigos del pueblo escualquier especie de documento, sea material, sea moral, sea verbal, sea escrito, que pueda obtener naturalmente el asenso o beneplácito de todo espíritu justo y razonable». El artículo XIII de esta ley iba todavía más lejos: «Si existen pruebas, sean materiales, sean morales, independientemente de la prueba testimonial, no serán oídos los testigos, a menos que esta formalidad parezca necesaria, sea para descubrir cómplices, sea por otras consideraciones mayores de interés público». Es decir, que la ley estaba ideada y preparada para acabar con cuántos más enemigos de la revolución mejor.
Aquellas matanzas, además de crueles, se cobraron la vida de miles y miles de francees, muchos de los cuales se dejaron la vida sabiendo que, a pesar de no ser monárquicos y no haber pensado nunca en política, habían sido acusados por algún desaprensivo sin escrúpulos. Los datos extraoficiales nos dicen que murieron ejecutadas alrededor de 41.000 personas en apenas un año. De forma oficial, el Estado francés registró un total de 16.594 muertes, 2.639 en París. De ellas, solo se conoce el origen de 14.000, 1.000 de las cuales pertenecían a la alta nobleza gala. «Algunos calculan un número aproximado de 2.000 nobles ejecutados y unos 16.000 exiliados de un censo de 350.000», añade el experto hispano.
La matanza de oficiales de la Armada
A pesar de que todos los estamentos de la sociedad francesa se vieron afectados por estas sangrientas purgas, uno de los que más sufrió las persecuciones del gobierno fue el ejército y, más concretamente, laArmada. Esta se vio perseguida después de que una parte de sus oficiales entregaran Toulon (una plaza fuerte ubicada al sur de Francia) a los británicos. Aquel acto, perpetrado por militares realistas que querían que la revolución fuese aplastada, puso en el punto de mira a toda la marinería. «La purga se hizo sobre la armada por razones ideológicas y políticas.Muchos capitanes desaparecieron. Eran mandos incómodos que habían pertenecido a la monarquía borbónica, por lo que decidieron quitárselos de en medio. Algunos tuvieron suerte y emigraron antes de que comenzase la revolución, pero otros no y fueron asesinados sin piedad», explica, en declaraciones a ABC, Manuel Moreno Alonso, Catedrático de Historia y autor de «Napoleón. De ciudadano a Emperador» (editado por Sílex).
Hugo O'Donnell, militar español y miembro de la Real Academia de Historia, afirma lo mismo en su dossier «Trafalgar. Análisis de las fuerzas aliadas (buques, mandos y dotaciones)»: «La Revolución francesa represalió a la oficialidad sospechosa de “realismo” y esta persecución se incrementó a partir de la entrega por una parte de esta de la base de Tolón […] en 1793, con lo que el mero hecho de pertenecer a la aristocracia pasó a convertirse en “crime de noblesse”». No se libraron ni los oficiales más experimentados y que habían servido a Francia durante años. No contaron las victorias, las bajas hechas al enemigo... Tan solo valía ser un firme defensor de los valores de la nueva República francesa. Así pues, se sabe que no fueron pocos los capitanes de navío (uno de los mayores cargos a los que se podía aspirar por entonces en lo referente a la marinería) que fueron expulsados del país o, simple y llanamente, asesinados.
«En la época de la Revolución fueron miles los que murieron por estar conectados presuntamente con la monarquía. El problema es que en Francia no se ha hecho un análisis o un estudio específico en el que se pueda ver como afectó en números eso a la Marina. Se habla del terror de 1793 y de 1794. Allí la cantidad de almirantes que cayó fue enorme. Pero se desconoce el número concreto. En esa época muchos fueron expulsados fuera de Francia y luego ya no se integraron en el ejército de Napoleón. Otros fueron condenados a muerte y fallecieron de múltiple formas. Una era atarles bolas de cañón a los zapatos, lanzarles al agua y esperar a que se ahogasen», explica el profesor universitario a ABC. Los que se marcharon por piernas de la «France» para no dejar este mundo tampoco vivieron demasiado bien -en muchos casos- en el exilio. De hecho, y tal y como afirma Alonso, la mayoría cayeron en desgracia y jamás regresaron a su país.
Otros, por el contrario, decidieron vengarse de la Armada Francesa revolucionaria aliándose con los mayores enemigos de su país. Así lo señala Alonso: «Hubo algunos militares, y hasta generales, que se pasaron a los ingleses. Así quedó atestiguado en sus memorias. Tras las purgas de la Revolución, por ejemplo, uno de los almirantes más destacados de Francia se convirtió en asesor de los ingleses. Otros se asociaron posteriormente con los españoles en la Guerra de la Independecia para dar información detallada sobre las tácticas de Napoleón debido al odio que sentían hacia el Emperador. Con todo, muchos de ellos intentaron regresar a la marina cuando la situación se relajó». Con todo, muchas muertes fueron absurdas, pues se determinó -como pasaba en el mundo civil- que todo aquel que fuese acusado con una prueba medianamente creíble pasaría por la guillotina. Esto hizo que incluso algunos oficiales fervorosamente seguidores de la revolución cayeran bajo la cuchilla.
El fin de Napoleón en Trafalgar
Además de la evidente pérdida absurda de vidas, en lo referente a la Armada francesa el equívoco fue todavía mayor, pues la Revoluciónasesinó a una buena parte de los oficiales más veteranos (y por tanto, más proclives a la monarquía) y más experimentados. Estas vacantes, como bien señala O'Donnell, se terminaron cubriendo con voluntarios de escaso conocimiento naval, oficiales sin la preparación necesaria para dirigir navíos y políticos de los comités revolucionarios que no sabían nada del mar. Se sembró, por lo tanto, la semilla del desastre en una marina, la francesa, que había llegado a ser la segunda más poderosa del mundo tras la británica. «Los capitanes navales aristocráticos y bien formados, perdidos por la emigración o por las purgas de la acción revolucionaria, no podían ser sustituidos con la misma facilidad que los oficiales de infantería. Además, los ideales de libertad, igualdad y fraternidad eran, probablemente, menos compatibles con los deberes y la disciplina de la vida en el mar que en los campamentos», explica Geoffrey Parker en «Historia de la guerra».
Las tripulaciones tampoco se libraron de estas purgas y fueron muchos los marineros asesinados por navegar en barcos «realistas». Todo aquel «pitote» dejó a la Armada en cuadro, sin oficiales experimentados ni marinos capaces de realizar las tareas más básicas. La situación solo pudo empezar a remediarse en 1798, cuando se detuvieron los asesinatos estatales. Ese año, Eustache Bruix, ministro de marina, tomó varias determinaciones. La primera fue (aprovechando la relajación de los extremistas) recuperar a cuántos más oficiales pudiera del exterior, fueran de la opinión política que fuesen. A su vez, también instauró «cursos» navales para los nuevos oficiales. «La máxima de Bruix era hacer las cosas pausadamente hasta conseguir un nuevo cuerpo de oficiales con verdadera solera. “Demos tiempo a lo que pide tiempo; alarguemos la victoria, queramos una marina y tendremos una marina”, dijo», completa O'Donnell.
No obstante, solo obtuvo una mezcolanza decapitanes antiguos, ensimismados en las viejas tácticas navales, y unos jóvenes revolucionariosque -al no tener ni dea del mar- se dejaron aconsejar por aquellos en lo referente a la mejor forma de combatir. Por lo tanto, no hubo una evolución táctica basada en las nuevas formas de darse de cañonazos contra el enemigo, ideas que sí se estaban fomentando en otros países como Gran Bretaña de la mano de pipiolos (por edad, que no por conocimientos) comoHoratio Nelson. Hubo que esperar hasta la llegada de Napoleón Bonaparte (quien tomó el poder en 1799 como cónsul) para que las cosas empezasen a encajar. Aunque, quizá, ya era tarde para una armada francesa a la que le quedaba poco para darse de bofetadas contra los ingleses en el mar. «Se fracasó en el empeño de formar capitanes y almirantes completos, pese a haberse reabierto las escuelas navales, consiguiéndose sólo marinos nuevos con espíritu viejo, pero pero perfectamente capaces de unir su suerte a la de un imperio advenedizo y de profesar una devoción leal por quien estaba a punto de proclamarse Napoleón I», señala O'Donnell.
No obstante -al César lo que es del César- Napoleón fomentó un sistema de ascensos no tanto basado en las ideologías políticas (que, hasta cierto punto, también) como en las credenciales, la valentía y las gónadasmostradas en la lid. También fueron muchos los que, viéndose en la cumbre de su poder, prefieron tocarse las napias que entrenar a sus tripulaciones y obligarlas a mejorar en el uso de las armas. Así lo atestiguaron marinos de la talla de Villaret de Joyeuse, quienes señalaron en su momento que la marina gala era una vergüenza, pues estaba formada por vagos que se preocupaban de tonterías en lugar de mejorar las técnicas de su tripulación. Algo totalmente diferente a lo que hacían los ingleses que, aunque también alistaban en sus buques una marinería formada principalmente por hombres de la naviera mercante, les entrenaban hasta la extenuación en mar abierto para que disparasen con mayor eficacia y rapidez. Los gabachos, por el contrario, prefirieron dejar los barcos en puerto, donde era casi imposible practicar y los grumetes se hastiaban de ir de aquí para allá en puerto. «En realidad, lo que les faltaba y les seguiría faltando a los mandos navales franceses era práctica de largas singularidades y el ejercicio de la táctica de combate de escuadras», determina el experto.
Aquella armada maltrecha, sin oficialidad preparada, ni marinos entrenados, fue la que se enfrentó -junto a los bajeles españoles- el 21 de octubre de 1805 a los experimentados navíos ingleses en Trafalgar siendo derrotada de forma estrepitosa. Según varios autores, debido -entre otras cosas- a la falta de veteranía de sus comandantes. Un claro ejemplo de ello fue el mismo almirante de la armada combinada, Pierre Charles Jean Baptiste Silvestre de Villeneuve, un revolucionario interesado que, debido a la falta de militares experimentados, fue puesto al mando de aquella flota y se vio obligado a vérselas con uno de los marinos más considerados de su tiempo: Horatio Nelson. Este francés nunca debió ser ascendido a pesar de haber protagonizado varios actos de valor, pues no estaba preparado para dirigir a 33 navíos de línea. Pero, simple y llanamente, no había mucho donde elegir.
Y eso, a pesar de que era un interesado pues, aunque era de ideas moderadas, abrazó la revolución para poder ascender. «Silvestre (…) no sólo se apuntó al tumulto, sino que hizo desaparecer de su D.N.I de entonces el aristocrático “de” de su apellido para parecer más revolucionario. Primer síntoma de vulgar chaquetero y trepador. Naturalmente, subió en el escalafón como las balas y en 1.796 fue promovido a contralmirante» afirma Luis Rodríguez Vázquez en su obra «La historia encadenada». «Napoleón ascendió gente joven que venía de la revoluciona debido a que no había mandos superiores. Es curioso que entre los distintos ascensos que ordenó Napoleón a Mariscales, no había ningún marino. Todo ello hizo que la marina francesa cayese en desgracia», añade a ABC, en este caso, el experto español.
http://www.abc.es/historia/abci-sangrienta-matanza-almirantes-franceses-condeno-napoleon-trafalgar-201511260105_noticia.html
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