lunes, 29 de febrero de 2016

LOS TEMPLARIOS.....En Tierra Santa


LOS TEMPLARIOS.....En Tierra Santa


Fundado en Jerusalén tras la primera cruzada, el Temple unía ideales monacales y guerreros. Su creación marcó un hito en el proceso de santificación de la guerra y la caballería impulsado por la Iglesia, y su rígida organización prefigura la de los ejércitos modernos
En 1146, Luis VII de Francia se embarcaba camino de Tierra Santa como cruzado. No tardó en darse cuenta de que allí se enfrentaba a un enemigo de distinta naturaleza de los que habían sido hasta ahora sus adversarios. Durante una marcha militar por Asia Menor, permitió que la vanguardia de su ejército se separase del resto de la columna para acampar en Cadmos, lo que permitió a los turcos asestarle un duró revés militar. A partir de aquel desastre el rey francés se rindió a la evidencia y confió el mando de las operaciones a Evérard de Barres, maestre de la orden del Temple, una nueva fuerza militar creada en Jerusalén en 1118 o 1119, pocos años después de su conquista por la primera cruzada. Su finalidad era proteger a los peregrinos que acudían a la Ciudad Santa, pero más tarde asumió la defensa de los Estados latinos creados en Oriente.

Tras el revés de Cadmos, Luis VII vio en los templarios un ejemplo de disciplina y valor militar, y ordenó a sus hombres que se comportaran de manera parecida. Pero ¿qué ofrecían militarmente los templarios al monarca francés y a otros líderes cruzados? Encontramos la respuesta en la Regla del Temple, un conjunto de normas de conducta que constituye un compendio de saberes bélicos cimentados en años de enfrentamientos con el enemigo musulmán en Tierra Santa.
Las cualidades del templario
Desde un punto de vista bélico, los templarios han pasado a la historia por su arrojo y su combatividad. Cuando san Bernardo de Claraval, ardiente defensor de las cruzadas, redactó el Elogio de la nueva milicia, una especie de panegírico de la orden templaria que acababa de nacer, anticipó algunas cualidades de estos combatientes que acabarían siendo plasmadas en su Regla. Decía san Bernardo que esta milicia, en contraste con la «malicia» encarnada por los caballeros ordinarios, era disciplinada y obediente, no tan preocupada por la gloria mundana como por servir a Dios. Disciplina y obediencia eran, pues, valores supremos que Bernardo anticipaba en su elogio: «Se guarda perfectamente la disciplina y la obediencia es exacta».
Los templarios, pues, no marchaban nunca como una banda desorganizada, en tropel o impetuosamente, ni se precipitaban de forma impulsiva contra el enemigo, sino que «guardan siempre su puesto con toda precaución y prudencia imaginables». Pero esa prudencia no es incompatible con un coraje destacable, pues «se lanzan sobre sus contrarios como si las tropas enemigas fueran rebaños de ovejas, y, aunque son muy pocos, no temen, de ninguna manera, a la multitud de sus adversarios ni su bárbara crueldad».

Héroes de las cruzadas
A tenor de lo dicho, no sorprende que los ejércitos cruzados acostumbraran a situar a los templarios en las vanguardias y retaguardias de las columnas en marcha. Así lo hizo Luis VII de Francia tras el desastre de Cadmos. Y en 1192, Ricardo Corazón de León lideró una épica marcha de Acre a Jaffa, en la que los templarios desempeñaron un papel de primer orden en la conducción de la columna cristiana, acribillada por las saetas del enemigo. Pero los templarios también cometieron graves errores. En 1187, Guy de Lusignan, rey de Jerusalén, decidió mover su ejército de un lugar seguro, asesorado por Gérard de Ridefort, un nefasto maestre del Temple; el resultado fue la tremenda derrota cristiana de Hattin a manos de las tropas de Saladino, sultán de Egipto.
Es cierto que las huestes templarias sufrieron serios reveses, como el de Hattin, o el de La Forbie en 1244, frente al sultán Baybars. Pero no es menos cierto que hubo otras ocasiones en las que los caballeros del Temple destacaron por su abnegación heroica ante un futuro más que sombrío. Así sucedió en 1291, cuando hicieron todo lo que estaba en sus manos para defender la plaza de Acre, el último reducto cristiano en Oriente. En aquella ocasión, los templarios, sacrificándose como habían hecho muchos de sus antecesores, resistieron el ataque de los musulmanes que intentaban introducirse por las brechas de las murallas, que se desmoronaban por el bombardeo enemigo. Guillermo de Beaujeu, el último maestre templario en Tierra Santa, murió peleando durante el asalto definitivo de los mamelucos, cuando todo estaba perdido.
Es posible que la mitificación posterior de los templarios hundiera en parte sus raíces en un modo de combatir que, durante los siglos XII y XIII, influyó en el arte de la guerra en Europa occidental. Es factible imaginar que los templarios pudieron sentar ciertas bases de lo que sería la disciplina y la cohesión de los ejércitos modernos, donde uniformes y banderas serían ya elementos corporativos e imprescindibles.

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